Guatemala, con sus más de 17 millones de habitantes, de los cuales casi 7 millones corresponden a menores de edad, según las estimaciones del Registro Nacional de las Personas, RENAP; plantea una estructura del 41% de población que oscila entre los 0 a los 18 años.
Con estos datos duros, los especialistas en distribución poblacional afirman que “la estructura de edad de una población afecta los problemas socioeconómicos claves de una nación. Los países con poblaciones jóvenes (con alto porcentaje de menores de 15 años) tienen que invertir más en escuelas”
Y es que la educación y la salud son de los dos derechos fundamentales de todo ser humano, sin embargo, en nuestro país, esos derechos han sido lo suficientemente olvidados como para que hoy nos estalle en la cara uno de los mayores problemas que afecta a niñas, niños y jóvenes del área centroamericana, en donde Guatemala tiene un alto índice de reclutamiento hacia grupos organizados delictivos, como consecuencia de este olvido.
Según estimaciones del Banco Mundial, en la lista de países más violentos del mundo se posiciona Honduras, El Salvador y Guatemala. Mientras tanto, el informe del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), señaló en agosto recién pasado que las tasas más elevadas de homicidios de menores de 20 años, las disputa El Salvador, Guatemala, y Venezuela.
Son muchos los datos y estadísticas que hacen que la juventud guatemalteca permanezca en las portadas de los diarios, tanto nacionales como internacionales, y no precisamente por los logros importantes que muchos jóvenes están alcanzando con su trabajo colectivo, en su lucha contra la corrupción, la impunidad, y en defensa de los derechos de las comunidades más desposeídas; sino que, por el contrario, la juventud es importante mediáticamente por los hechos violentos que los miembros de las denominadas maras o pandillas ocasionan, o de los cuales varios de ellos son víctimas mortales.
Y es en estos casos que toman sentido las palabras del escritor francés George Perec, quien escribió en su libro póstumo Lo Infraordinario:
Me parece que lo que más nos atrae siempre es el suceso, lo insólito, lo extraordinario: escrito a ocho columnas y con grandes titulares. Los trenes solo comienzan a existir cuando descarrilan… Es necesario que detrás de los acontecimientos haya un escándalo, una fisura, un peligro, como si la vida solo pudiera revelarse a través de lo espectacular, como si lo convincente, lo significativo, fuera siempre anormal».
En los últimos días la cobertura mediática ha dado especial importancia a hechos de violencia, a capturas de niños y jóvenes, estigmatizados bajo un número o dos letras que identifican a su pandilla. Y duele ver que siendo tan pequeños ya sepan maniobrar un fusil de asalto; que a tan corta edad la muerte se impregne entre sus venas, llenas de rencor, de rabia y de abandono; colapsadas de una infancia arrebatada por un sistema que no supo brindarles la atención ni el cuidado necesario para formarlos.
La exposición de estas niñas y niños no debe ser únicamente para señalarlos como delincuentes, hablemos también de sus carencias, de los abusos físicos a los que están expuestos, de sus limitaciones, de sus abandonos y del abrigo que encuentran dentro de la organización delictiva, cuando todos los demás les hemos dado la espalda.
Esta columna la escribo en memoria de Moises Abraham Mora Sipaque, joven trabajador y estudiante universitario, cuya vida le fue arrebatada por la inseguridad que habita en las calles de Guatemala, y quien deja en la orfandad a dos pequeños niños, sus hijos, quienes merecen todo el amor, todo el cuidado, todo el respaldo de una sociedad que no puede seguir cruzada de brazos, y toda la atención de un Gobierno que debe garantizarles sus derechos constitucionales, para que su vida sea próspera, sin víctimas ni victimarios que atenten en su contra.
Un abrazo fraternal y solidario para la familia de Moises. Que el Padre Bueno lo reciba con mucho cariño.